TRAYECTORIA

Bartolozzi, celebración de la vida

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Arte, juego y fabulación

Aquel pequeño querubín rubio de ojos azules y cabello rizado que tantas veces dibujó su madre, la muy notable artista Francis Bartolozzi,  contempló siempre la vida con la mirada de un niño travieso, libre, lleno de curiosidad hacia su entorno. Nada podía restringir sus ansias de crear (jugar), de disfrutar del sol, la noche estrellada, los placeres sencillos que brinda la vida sin costo alguno, todo aquello que no se puede comprar. Jugar y crear, dos vertientes de una misma actitud que enciende esa chispa de la inteligencia que permite mantener toda una vida la capacidad de sorpresa, de asombro, consustancial al artista. El juego, junto a la intuición e incluso el azar, tan apreciados por los surrealistas, fue siempre algo innato e inherente a su quehacer;  de hecho, el juego entendido desde una visión cósmica como una energía creadora, la del demiurgo como artífice supremo, hacedor de maravillas o mago transformador de las cosas, constituirá el sustrato de su cosmología lúdica. Pertenecer a una saga familiar de artistas le predestinaba a la que fue su dedicación absoluta: biznieto de Lucca Bartolozzi, natural de Lucca, en la Toscana, y nieto de Salvador Bartolozzi, un gran personaje inmortalizado por Gutiérrez Solana en su conocido cuadro conservado en el Reina Sofía Tertulia del café Pombo (1920) junto a Ramón Gómez de la Serna o José Bergamín, entre otros intelectuales. Fue dibujante, ilustrador, escenógrafo, gran fabulador, creador de los más famosos personajes de la narrativa infantil de los años veinte y director artístico de la editorial Calleja. El padre de Rafael, Pedro Lozano de Sotés fue asimismo pintor destacado de la escuela realista navarra y junto a su madre Francis (Pitti) trabajaba también como escenógrafo y muralista. Creció, por tanto, rodeado de cuentos, colores, dibujos, lo que le hizo sentir y entender la vida en el goce constante de la creatividad impulsada por la inagotable imaginación, en la emoción y la aventura del descubrimiento incesante. Un bagaje de extraordinario valor que unido a su talento innato le aportó una gran ventaja en su carrera artística. En 1964 inicia los estudios de Bellas Artes en Barcelona y pronto sobrepasa a sus propios profesores, y ya en 1967, con sólo 23 años, logra exponer en la emblemática Galería Gaspar de Barcelona, la de Picasso, Miró y Tàpies, y ratifica su decisión irrevocable de dedicarse para siempre y en exclusiva a la creación pura.

El arte, en efecto, siempre fue algo primordial en la vida de Bartolozzi. Observaba su entorno y lo expresaba a través de una energía creativa total, absoluta, inmediata, sin mistificaciones ni dogmas. Consideraba que la pintura tenía que salir de dentro de una manera primitiva, natural, como el garabatear de un niño con una tiza en la mano, y es esta expresión directa, la del garabato o el monigote, la base de todo. Para él el arte consistía en comunicar emociones sencillamente, sin petulancia, dejando brotar libremente la imaginación, la creatividad más genuina.

Desde la perspectiva que nos brindan los seis años transcurridos desde su fallecimiento, una de las posibles interpretaciones que nos ofrece la trayectoria vital y artística de Bartolozzi en su conjunto es una verdadera celebración de la existencia. Una existencia que él vivió con plenitud e intensidad hasta el último momento, aceptando la muerte como una parte de ella, tal como expresó en uno de los numerosísimos haikus que escribió diariamente de 2000 a 2003 a propuesta de su amigo y vecino en Vespella el cineasta Bigas Luna: “la naturaleza es tan viva que crea la muerte para su continuidad”. Ese himno o loa a la vida que queda plasmado plenamente en toda su obra constituye el leitmotiv de esta exposición, fue una especie de filosofía personal ajena a pretensiones intelectualistas que implica una imbricación de lo contingente con lo trascendente, de lo temporal con lo intemporal como manera de enfatizar lo substancial de la vida sin separarlo de la experiencia cotidiana.

 

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Bartolozzi pertenece a la misma promoción de Bellas Artes de Llimós, Gerard Sala, Artigau o Arranz Bravo; con éste último compartió aventuras plásticas durante más de diez años, ambos formaron un célebre tándem en pleno momento de rebeldía hippie, proclive a la superación de la individualidad y a compartir ideales (como otros colectivos o equipos artísticos que surgieron entonces) cuando con la transición y el estreno de las libertades no parecían existir límites a los sueños juveniles. Compartieron los estudios de Vallvidrera, Vespella o Cadaqués, expusieron conjuntamente y realizaron trabajos de pintura mural en equipo como el macro proyecto de 2.000 metros cuadrados del edificio de la fábrica Tipel en Parets del Vallès —convertida en un juguete tan insólito como inmenso— y otros como la casa-biblioteca de Cela y el edificio Magalluf en Mallorca, o la fachada del Centro Internacional de Fotografía en Barcelona; no obstante, cada uno desarrolló y realizó su propia obra manteniendo su individualidad.

Aquella fue una generación que pretendía hacer un arte sin perder nunca de vista la realidad cotidiana; por tanto, no destinado a la intelectualidad, sino al alcance de cualquiera, como la música pop. Eran ingenuamente ambiciosos, aventureros, querían comerse el mundo, conquistarlo y reinar sobre los universos que inventaban, sus “ínsulas Baratarias”, por encima de la prosaica realidad, pero no por encima de la gente corriente. Fuera del ámbito catalán, su obra mantiene conexiones con artistas tan reconocidos como Gordillo o Arroyo, aunque —como bien señalan Baltasar Porcel o Joan Abelló— a pesar de sus éxitos quedaron en parte eclipsados por el arte oficial que primaba en Cataluña. A veces la adusta ortodoxia de quienes se erigen en jueces de lo que es o no es vanguardia artística margina tendencias que se apartan de su estrecha visión. Seguramente eran demasiado optimistas, anárquicos y excesivamente amantes de la pintura para militar en el arte oficial. Bartolozzi siempre huyó de cualquier dogmatismo. Sabía que la espontaneidad del juego, de la creatividad intuitiva, automática, muere ante cualquier normativa impuesta, como sucedió con el surrealismo. Cabe señalar en este aspecto su activa participación en numerosos happenings, performances y acciones (ej. “Granollers happening”, 1972), e incluso los títulos, que mezclan idiomas e ignoran normas ortográficas, forman parte de ese divertimento que siempre estuvo en el núcleo de su idea del arte.

Ciertamente, la abstracción convertida en un elitismo dogmático ajeno a lo apasionante de la realidad del momento, producía cierto hastío en las nuevas generaciones e incluso condujo al abandono del informalismo a algunos de sus más insignes representantes. Había que recobrar la figuración para acercarse a la realidad de la gente de la calle, de ahí surgieron en la Península nuevas tendencias figurativas conocedoras del pop inglés, que también recuperaba esa vinculación con el entorno. Hockney y Hamilton, artistas británicos del erotismo y los contextos cotidianos, eran los referentes que también inspiraron a Bartolozzi, mientras otros artistas en España sobradamente conocidos se inclinaron hacia una vertiente pop de reivindicación sociopolítica.

La suya fue una figuración libre, particular, rabiosamente joven, no le interesaba la abstracción precisamente porque le interesaba más la vida, pero no hay un rechazo cuando esa abstracción fluye espontáneamente y por eso en su obra se mezcla con total naturalidad con lo figurativo. En esos años tan determinantes cultivó predominantemente la temática erótica como narrativa personal dentro del marco de una reivindicación vitalista de la libertad en un contexto sociológico propicio. El cuerpo desnudo como estandarte y a la vez como vehículo de expresión de emociones y conflictos relativos a la condición humana, sometido por ello no sólo al influjo surreal sino  también a deformaciones  a menudo no ajenas a ciertos  desvaríos baconianos que parecen revelar una inquietud existencial.

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Fundamentos de un lenguaje singular

La pintura de Bartolozzi es intuitiva, festiva, emocional, exploraba la realidad con ojos nuevos, sabía ver y registrar todas las cosas de un modo diferente y a partir de ahí elaboró una especie de fabulación mágica capaz de metamorfosear de la realidad donde lo imaginativo y lo poético se fusionan con el referente real en curiosas metáforas.

Hay en su obra una patente simbiosis entre el arte y la vida que se manifiesta en una valoración de la esfera de lo íntimo y lo cotidiano que engloba familia, mascotas, muebles, el jardín, el paisaje y la pequeña fauna que le rodeó en su finca Margodí. Cualquier objeto doméstico se mezcla con la naturaleza sin solución de continuidad, no hay diferencia entre lo inerte y lo vivo, lo orgánico y lo inorgánico. La vida, eje de su filosofía artística y vital, constituye el aglutinante que lo une todo y, más allá del mero hedonismo, la celebra en toda su dimensión: sentimientos, sensaciones, amistad, amor, sexo….

Creó el cuadro a partir de imágenes “reencontradas” del inconsciente que constituyen el argumento, el punto de partida, al que añade luego elementos simbólicos (algunos de aparición frecuente con claro significado, como las peculiares cadenas del escudo navarro) signos de un alfabeto ignoto, geometrías, formas orgánicas y grafismos, goterones, retículas, circuitos, estructuras, marañas, líneas en zigzag o quebradas. Todo surgido de una imaginación que fluye icónica y caprichosa, a veces grotesca, que transforma el referente real dotándolo de un componente onírico que si en ciertos momentos es realmente sofisticado, en otros se manifiesta claramente primitivo.

No es exacto hablar de composición en la mayoría de sus obras, sino más bien de asociación (o disociación) sintáctica basada generalmente en la yuxtaposición de elementos dispares en una concepción predominantemente planimétrica, bidimensional, del lienzo que se divide en formas y zonas limítrofes. Con frecuencia el horror vacui le lleva a rellenar todo el espacio disponible hasta el último rincón con sus típicos grafismos all over a modo de retículas o de estampados textiles. El tratamiento del espacio es igualmente original, abundan las pseudoperspectivas y la confusión entre fondo y forma. La línea, definida y enérgica, desempeña una función esencial en su obra no sólo descriptiva, sino tremendamente expresiva y siempre mantiene un papel preeminente asociado al del color, aunque manteniendo cada uno su independencia, incluso con respecto a la forma. Bartolozzi trabajaba lenta y esmeradamente cada obra pero lograba que en el resultado final sólo prevaleciera la frescura y la potencia. Tal como le comentó a Porcel, “la fuerza de mis cuadros no sale de que yo mime mucho el cuadro, que lo hago, sino del big-bang intuición-consecuencia iniciales”,un proceso para el que se aislaba completamente en su estudio, convertido en un lugar inviolable y casi sagrado. Así nos lo confirma su familia y nos lo revela él mismo en otro de sus haikus que aparecen salpicados en este texto en homenaje a su poética y su pensamiento: “El estudio es ermita y capilla dominical, los pinceles feligreses manchados de colores concelebrando mitos pictóricos ancestrales.”

A lo largo del tiempo, se produce una continua multiplicación de recursos y resortes. Poseía una inmensa capacidad de fabulación y de mezclar elementos que conviven en la misma obra en resueltas yuxtaposiciones: claroscuros, veladuras y transparencias de sutiles matices con colores planos, industriales, el trazo sinuoso elegante y ágil frente a la mancha estentórea. Le apasionaba lo contradictorio, la dialéctica de lo inverso, por ello fusionaba sin ambages, además de abstracción y figuración, lo real y lo irreal, lo animado y lo inanimado, o dimensiones contrapuestas como lo profundo y lo plano. Buscaba deliberadamente provocar la tensión, establecer una confrontación de elementos contrarios a la que se refería asiduamente calificando su estilo de “minimalismo barroco” y entendiendo el oxímoron como principio inspirador de su quehacer. Lo simple y lo excesivo cohabitan en su lógica personal heterodoxa y ecléctica. No es de extrañar en este contexto de pensamiento, por otra parte tan postmoderno, que su admiración por figuras como Beuys o John Cage y ciertos aspectos del arte conceptual fuera compatible con su proximidad a los postulados de la transvanguardia italiana de Achille Bonito Oliva, con quien mantuvo frecuentes contactos, ya que compartía las premisas de un nuevo manierismo que asume el pasado incorporándolo ad libitum, reconquista la individualidad, el imaginario y territorio geográfico propio, la libertad y la ironía.

Lleno de iniciativa y entusiasmo, en su afán de probarlo todo experimentó constantemente las más variadas disciplinas, materiales y prácticas artísticas al servicio de un impulso expresivo irrefrenable (“La creación da múltiples ideas, confunde y las paraliza peligrosamente, necesito un antivirus del virus creativo”) y ejecuta esculturas en las más diversas materias, assemblages, poemas objeto, proyectos urbanísticos como el de la plaza de la Paz, esculturas monumentales como la colosal Alfa & Omega anclada en el mar frente a la playa de Torredembarra, happenings, acciones, performances, instalaciones, diseño gráfico… Actividades todas ellas proyectadas y realizadas con idéntica entrega, y, dada su relevancia, ampliamente recogidas y documentadas en diversas publicaciones. Cabe incluir en este punto lo que él mismo consideraba el happening más duradero de la historia,  su etapa de doce años como alcalde electo de Vespella de Gaià, por una candidatura independiente, durante tres mandatos consecutivos (1991-2002), cargo que desempeñó sin menoscabo alguno de sus obligaciones como máximo representante del municipio y de sus habitantes pero al mismo tiempo entendiendo su tarea como una “acción” prolongada en el tiempo, una experiencia a la vez vital y artística. Esa circunstancia en la que se ve inmerso casi sin haberla buscado le proporciona un interesante feedback, puesto que después de tantos años de vinculación con el municipio se le ofrece la oportunidad de devolver algo de lo positivo que había recibido de ese entorno, de influir sobre aquello que a él tanto le había influido. Fue un alcalde insólito, artista y amante de la naturaleza que decidió mejorar visiblemente el minúsculo pueblo y su amplio territorio y poner el nombre de Vespella en el mapa, convirtiéndolo en sede y punto de encuentro de actividades artísticas de todo tipo. No en vano le llamaban popularmente el alcalde “farigola” (‘tomillo’ en catalán), lo que pone de manifiesto la percepción de su compromiso con la naturaleza más sencilla y doméstica. El crítico y estrecho colaborador en tantas iniciativas Joan Abelló ha dejado en sus numerosos escritos fiel constancia de todas y cada una de sus aventuras creativas y personales de esa etapa, entre ellas el certamen de poesía visual Joan Brossa, con el que colaboró activamente el propio fundador de Dau al Set, entre otras personalidades, o algo nuevamente tan lúdico como pintar las casas en un tono de azul que Bigas Luna calificó de “azul Bartolozzi” o diseñar alguna de sus fuentes.

La pertenencia cada vez más sentida al entorno que le ofrece Vespella incide de manera determinante en la evolución de su obra. En una amplia entrevista con motivo de su toma de posesión como alcalde, declara que su obra se ha vuelto menos figurativa y más infantil, posiblemente influenciada por la convivencia con el pequeño Nil, que sin duda le evoca su propia infancia y le confirma en su idea del juego como motor de la creatividad: ”estoy viviendo unos momentos que me llevan al primitivismo, a practicar un arte más intuitivo, más visceral”, afirma; asimismo, atribuye el cambio al entorno y la cultura romana, y cita a Miró como paradigma de ese influjo del entorno que deseaba potenciar para instaurar en Vespella un punto de encuentro de artistas de las más diversas disciplinas.

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Trayectoria: De la neofiguración a

la cosmovisión ecléctica

El propio artista distinguía en la conversación filmada que mantuvo con Bigas Luna cuatro etapas básicas en su evolución. La de infancia hasta 1955, con la influencia familiar y de lugares tan emblemáticos como el bosque de Irati. Después, la de estudios en Barcelona desde 1962 hasta 1966, cuando alcanza la profesionalidad. La tercera la comparte con Arranz Bravo y culmina con la participación en la Bienal de Venecia de 1980. La cuarta viene marcada por su instalación permanente en Vespella, su matrimonio con Núria Aymamí en 1983 y el nacimiento de su hijo Nil; desde ese momento conjuga una vida familiar y campestre con frecuentes viajes, especialmente a Italia. Su compromiso como alcalde (1991-2003) compatible con su actividad artística constituiría la quinta, que entonces iniciaba, mientras la sexta y última se correspondería con la convivencia con la enfermedad hasta su fallecimiento, sin dejar de crear hasta el último momento.

Después de unos inicios influidos por la brillantez de la generación informalista española, pronto descubre su propio camino en ese despertar de una nueva figuración, en la eclosión jubilosa de nuevos postulados. Los primeros trabajos que permitieron calibrar su verdadera personalidad y valía corresponden a los años 1967-1968, presentan enigmáticas formas desarticuladas o fragmentadas de figuras o animales con cierto aire baconiano resueltas en suaves y sutiles transparencias evanescentes (Salto mono) ya dotadas con un peculiar trasfondo poético. Se apodera de él una intensa fiebre creativa que da lugar a las tan representativas producciones correspondientes a los años setenta y primeros ochenta que constituyen una celebración del erotismo y del disfrute de la vida; son obras sensuales y sofisticadas, meticulosamente elaboradas con grafismos y veladuras que temáticamente incluyen, además del erotismo, autorretratos y retratos de familia. Maneja con soltura los grandes formatos y la composición de escenas surreales y fantásticas que transgreden con audacia la realidad y que aún hoy transmiten la misma sensación de vitalidad y modernidad. El cuerpo humano, habitualmente desnudo o casi desnudo, alcanza un destacado protagonismo de resonancias clásicas tanto en figuras femeninas como masculinas, solas, en pareja o frecuentemente en escenas de grupo, generalmente sometidas a características deformidades o mutilaciones que no eclipsan la carga estética del cuadro realmente exquisita en muchas piezas . En un determinado momento, el desnudo se nos aparece atado, como aquellos esclavos de Miguel Ángel, constreñido ante el ansia de vivir, con ligaduras que se revelan incapaces de limitar la libertad intrínseca del individuo, de contener su fuerza y sus anhelos más profundos; en acertadas palabras de Baltasar Porcel, “titanes prisioneros de un peso invisible”. En ocasiones parece mutilado por la violencia, la antítesis de esa libertad, como en las figuras de la plaza de la Paz de Pamplona. , que Vázquez Montalbán interpretó agudamente como una deliberada mutilación de los cánones académicos por parte del artista.

Esta fase figurativa se completa con un conjunto de obras correspondientes a un período especialmente destacable a finales de los ochenta en que, recuperando la sutileza de aquellas obras de la segunda mitad de los sesenta, lo imaginativo y lo lírico se fusionan y alcanzan cotas insospechadas de una sutil y exquisita poética impregnada de elementos metafóricos. A ese periodo pertenecen, entre muchas otras, piezas tan deliciosas como Corazón cayendo por las escaleras.

El establecimiento en su finca de Vespella de Gaià, llamada Margodí, no fue repentino, se remontan los primeros contactos con el lugar a los primeros años setenta y por ello su producción no refleja ruptura alguna entre lo urbano y lo rural, lo moderno y lo intemporal. Sin embargo, a raíz de fundar su propia familia con el consiguiente asentamiento en una feliz y sosegada vida campestre, su obra se irá transformando poco a poco en detrimento del protagonismo de la figura, de modo que la naturaleza tomará el relevo como temática principal.

Progresivamente interiorizó el paisaje que le rodeaba en el Camp de Tarragona, exento de espectáculo y majestuosidad, poblado de arbustos, pinos, encinas y algarrobos, con el referente del mar en el horizonte. El Mediterráneo se había compenetrado con su mirada azul y esa línea de horizonte era ya una presencia imprescindible en su mundo cotidiano. Necesitaba partir de lo sencillo y primitivo como Miró, quien afirmó: “debemos pegarnos a la tierra, hay que escuchar el grito de la tierra”, y para recordar esa premisa llevaba siempre en el bolsillo una algarroba. Curioso el influjo de los algarrobos también sobre Bartolozzi, quien solía hacer notar que siempre miran al mar y muy de destacar la influencia de las comarcas de Tarragona en el arte contemporáneo: Mont-roig, Horta, Siurana, vieron nacer el cubismo de Picasso y el simbolismo sígnico de Miró. Un paisaje inspirador que transmite la autenticidad de la tierra primigenia que en su austeridad incitó nuevas maneras de interpretar la naturaleza y el universo.

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Esta compenetración con el entorno del campo tarraconense, un espacio de sosiego donde pudo generar un ámbito favorable de reflexión, será muy duradera y fecunda en Bartolozzi y se prolongó hasta su muerte. Allí, en su finca Margodí, afirmó todo su bagaje a partir del cual evolucionó de una manera cada vez más libre, fluida y primitiva que somete la realidad a la metamorfosis de la fabulación y la interiorización del sentimiento. A partir de los noventa, se consolida ese creciente protagonismo del medio y desarrolla una mitología mediterránea plenamente subjetiva, una naturaleza imaginada, reinterpretada, reinventada mediante un imaginario intuitivo, un código anárquico que establece curiosos nexos e incluye asociaciones figurativas simbólicas, componentes de azar, fusión de ideas y de objetos en una especie de poética visual. Así surge toda una cosmogonía, un caldo primigenio de donde va emergiendo todo un bestiario festivo formado por todo tipo de animales existentes, inventados o metamorfoseados: caracoles, lagartijas, insectos, todo un catálogo de monstruos zoomórficos inofensivos y alegres que cohabitan amigablemente. Se trata de un ecosistema singularísimo “margodinense” con sus propios especímenes, un colorido paraíso terrenal hecho a su medida y a la de su familia, pero abierto a sus amigos, colegas, conciudadanos y visitantes, con los que tan a menudo lo compartía.

El terrible incendio forestal (agosto de 1993) que arrasó el municipio, y sus trágicas consecuencias en vidas humanas, fue un suceso devastador para el artista. Las llamas redujeron a cenizas esa Arcadia feliz, esa comunión idílica con la vida natural que venía nutriendo todo su quehacer vital y artístico. El tremendo impacto emocional se refleja en una serie de obras desgarradoras realizadas sobre lona asfáltica recogidas en una destacada exposición itinerante, las cuales constituyen un paréntesis de cariz hondamente expresionista. Fuera de esta etapa singular, el expresionismo aparece también en un par de piezas, igualmente ligadas a experiencias personales traumáticas.

Pintura y escultura comparten en esta época este universo de símbolos, tótems míticos y arcaicos, signos y artefactos antropomórficos. A destacar en este sentido el amplio conjunto de piezas tridimensionales datadas en 1994-1995, assemblages de diversos elementos resultado de la recuperación de moldes de una desaparecida fábrica de cerámica a partir de los cuales desplegó nuevamente su vena más lúdica, creando una metafórica galería de fascinantes personajes a los que se unieron seguidamente otros en mármol, dotados de una singularísima vivacidad (Núria, Convidat).

El nuevo siglo lo inicia trabajando en obras de una sorprendente abstracción geométrica que se mezcla con elementos orgánicos y animales reales o fantásticos. Hacia 2002 la exposición “Emprius” recoge un nuevo y pletórico canto a la naturaleza en la que conjuga el realismo descriptivo de la vegetación de su jardín, de su huerto y del campo contiguo, representada con exuberante cromatismo, con figuras antropomórficas de filiación casi mironiana (Prometatge); más tarde el referente real queda casi oculto en obras enigmáticas prácticamente abstractas, aunque igualmente inspiradas en su entorno, ricas en recursos muy diversos (serie Fauna d’horts y posteriores), una ecléctica cosmovisión en la que el signo, el simbolismo hermético y cierto esoterismo cobran mayor relevancia y se articulan estableciendo su propia sintaxis.

Algunas quedarían interrumpidas por su muerte, ya que pese a la enfermedad no dejó de pintar, y mantuvo hasta el final ese impulso creador que definió su existencia. (“Maravillosa ventana de Vespella de Gaià, mortis morte, la muerte da muerte a la muerte con su propia muerte.”)

Su obra, como la de Picasso, otro ineludible referente, se mantuvo —desde aquel pop inicial al que contribuyó con un sensitivo y soberbio enfoque propio hasta el lenguaje fabulado y lúdico del oxímoron— en perpetuo cambio, en constante búsqueda, rechazando siempre la repetición de lo ya conseguido, pero al mismo tiempo nutriéndose del substrato de un conocimiento asumido de la memoria del arte del pasado y de sus raíces sentimentales. Creó su burbuja, su territorio en el que desarrolló su propia narrativa existencial en la que se da una confluencia y unicidad de lo humano, la naturaleza, la vida, el pensamiento y el arte; res cogitans y res extensa indisolublemente unidas al servicio de su pasión creadora.

A la hora de glosar ese territorio mental y sentimental propio, esa celebración de la vida, me vienen a la mente ciertas analogías con aquella enigmática civilización etrusca que se desarrolló precisamente en la misma zona de procedencia de sus orígenes italianos. En sus pinturas los etruscos reflejaron ese mismo talante jovial, las escenas familiares lúdicas y festivas recrearon profusamente el paisaje que tenían a su alrededor, el entorno tanto natural como social y doméstico. Sus magníficas esculturas de caballos reflejan con expresivo realismo su fascinación por los seres vivos. Pero lo que cabría destacar especialmente es la semejanza en la actitud existencial reflejada en sarcófagos tan célebres como la Tumba de los esposos en la que se hicieron retratar cómodamente reclinados, abrazados y eternamente sonrientes, celebrando placenteramente la vida y la muerte como parte de ella. Una lección intemporal de humanidad a la que también nos remite la vida y la obra de Rafael Bartolozzi.

Raquel Medina de Vargas

Doctora en Hª del Arte

Comisaria de la exposición Bartolozzi 1943 – 2009